El sol no maduraba aun los maizales, cuando de pronto una mujer con niña en brazos vio cruzar varias serpientes por sus pies descalzos. “Nunca más volveré”, pensaba ella en función a sus creencias andinas. Así fue. Mirando el rostro de la niña y los recuerdos de su inocente origen, se deja guiar por el amor y decide asumir el gran viaje que marcaría su vida.
- Joven madre ¿Qué dejó de darte la tierra? ¿Por qué no esperaste amarillar las mazorcas? ¿De qué campo probaste la papa amarga que tuviste ir a caminar por donde los surcos se borran?
El bullicio de la gran ciudad hace palpitar el corazón de la madre de colores rurales y piel aun tostada. Mientras el llanto de la niña se pierde en la ajetreada vida citadina, la joven madre decide persistir y construir. Se aferra a sus sueños rotos y con la niña en brazos cruza las grandes avenidas en busca de trabajo.
Han pasado ya muchos años desde entonces. Tantos que en el rostro de la madre se entrecruzan los altos surcos de la vida. Esos que cuentan de cosechas y desdichas. Esos que empiezan con la lluvia y terminan con el despertar del niño con el alba.
- Madre, déjame aun disfrutar de los años que la vida aun tienen para nosotros. Deja que tu noche se irrumpa por el llanto del niño. Déjame que nos perdamos en el tiempo y tus suspiros enrojezcan con el ocaso…
De mis sentimientos, para todas las madres migrantes,
en especial a mi madre Marcelina Ortíz Alarcón
13 de mayo de 2012
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